jueves, 9 de mayo de 2013

Un día como cualquiera


El 14 de febrero siempre me había parecido una fecha ideal para sacar toda la hipocresía acumulada.

Sin embargo, cuando conocí a Flora, la estudiante de psicología de la Costa —más concretamente, cuando le ví las piernas---, sentí lo que es el amor a primera vista y consideré que el 14 de febrero debe ser algo así como el día propicio en que uno se debe enamorar.

Flora, mi vecina en esa pensión de estudiantes, nunca me había llamado la atención por tres razones: en primer lugar porque parecía una niñota con su abundante cabello largo y negro amarrado en una cola de caballo; en segundo lugar por su forma de vestir: siempre con sus enormes faldas negras de monja en penitencia perpetua. Pero el motivo principal que me alejaba de ella era su actitud huidiza, no sostenía la mirada ni por error.

La disposición de aquella vivienda de dos pisos era en forma de escuadra con un enorme y desaprovechado patio. Justo en la parte más pequeña de la estructura, donde hacían esquina la escuadra, quedaban dos habitaciones, una arriba y abajo otra junto a un baño compartido.

Una escalera metálica que terminaba justo antes de la puerta de mi habitación permitía ver a través de mi ventana quién sube y quién baja.

Cuando Flora, la estudiante de psicología, llegó a habitar el cuarto de arriba de la escuadra, encima de mi habitación, me pareció un respiro psicológico porque la mayoría de los vecinos eran hombres, estudiantes, fumadores, bebedores empedernidos, léperos y hasta un homosexual declarado, que hacían un ruido espantoso, pero cuando se percataron de la nueva vecina, se dedicaron a espiarla detrás de las ventanas, esperando el momento para verla pasar y lanzarse como lobos hambrientos persiguiendo su presa.

Sólo a mí no me importaba porque, como les digo, me parecía aburrida y también porque la veía más seguido y más cerca cuando subía a su cuarto, además de que casi siempre sabía lo que hacía a través de los ruidos que se dejaban escuchar por la delgada estructura de concreto del piso de arriba: el quitarse los zapatos, sus pies descalzos arrastrándose por la habitación, y el rechinar de su cama cuando se sentaba en su colchón o se acostaba.

Y lo mismo cuando se levantaba: el rechinar de la cama, el arrastre de las chanclas, el ruido al bajar la escalera, el ruido al subirla y todas las referencias propias del rito de vestirse para salir a sus actividades diarias.

Coincidía con Flora sólo dos veces al día, que era el tiempo en que yo permanecía en esa habitación, muy temprano, antes de salir y muy noche, antes de dormir.

La situación no se prestaba para la convivencia, de modo que ella se convirtió en un fantasma para mí. Sin embargo, algunas veces nos veíamos al coincidir en el uso del baño.


Todo hubiera seguido de esa manera, de no ser porque una noche de luna llena ella empezó a realizar algunos extraños sonidos sobre el piso de su cuarto, o sea, sobre el techo de mi habitación.

Al principio no le dí importancia. Luego, con el paso de los días, noté que los sonidos mantenían un ritmo y cierta secuencia.

Todas las noches cuando yo regresaba, escuchaba esos toques característicos en la habitación de arriba, como el lenguaje morse, que yo era incapaz de entender y que básicamente consistían en tres golpes “Toc-toc-toc”, silencio; otros tres golpes…silencio y así varias veces.

Como era el mismo patrón cada noche, en una ocasión que sostengo una escoba y con la punta del palo de madera golpeé el techo con tres golpes y para mi sorpresa, ella me contestó arrastrando el zapato en el piso, como quien dibuja una raya. Luego daba dos golpes y yo le contestaba con tres.

Aún cuando no cruzábamos palabra alguna, yo regresaba a mi habitación cada vez más intrigado para tratar de descifrar algún contenido en esos sonidos. Era ridículo y divertido.

De la curiosidad pasé al erotismo.

El hecho de estar solo en la noche, sabiendo que sobre mi habitación había una joven mujer solitaria, la única mujer de la vecindad, tratando de llamar mi atención a través de sonidos, también era tormentoso, porque no tenía el valor de buscarla abiertamente.

Cada noche era lo mismo, cuando yo llegaba a mi habitación, el ruido de la puerta y la luz encendida eran el preludio para que empezaran los golpes sobre el piso y ante el mudo e inexplicable lenguaje seguía el rechinar de la ruidosa cama de ella, en señal de que se acostaba a dormir.

Cuando la encontraba a la mañana siguiente, todo el encanto se esfumaba por su actitud seca, su larga falda de negro y su cabello largo amarrado en una cola de caballo.

Lo ganado en la noche lo perdía durante el día al convencerme de que con ella nada de nada. Incluso, aumentó el ruido en las noches y el rechinar de la cama, pero yo me desistí, y llegué a la conclusión de que con esa mujer definitivamente nada, ni siquiera los ruiditos en el techo. Simplemente, pensé, cuando una mujer no le gusta a uno, pues lo mejor es dejar las cosas como están y no darle pretextos ni hacerle caso.

Pasaron varios días y ella continuó con los golpes en el techo y el ruido de la cama, inútilmente porque yo ya no contestaba. Incluso, cuando me la encontraba yo la evadía. Se me hacía una pérdida de tiempo y la aceptación racional de que eso no tenía sentido.

Sin embargo, y contrario a su costumbre de los sonidos por la noche, en la madrugada del trece de febrero me despertó el rechinar de su cama. Hasta me pareció escuchar algunos gemidos y pensé que se estaba dando placer ella misma, con la evidente intención de despertarme. Me causó gracia y consideré eso como algo natural.

Las ganas por responderle y darle a entender que yo escuchaba todo eso, eran menores a mis deseos de dormir. No sé por qué motivo hay días en que de plano te da sueño y te duermes y esa madrugada era uno de esos días.

Ya me disponía a agarrar la escoba, pero más que responderle con tres golpecitos, yo quería dar uno bien fuerte para insinuarle que dejara dormir a esas horas de la madrugada. No bien empuñaba la escoba cuando escuché sus pasos por las escaleras. Me asomé por la ventana que daba justo debajo de la escalera que lleva a su habitación y me llevé una sorpresa que me dejó boquiabierto cuando la ví bajar al baño en un diminuto y ajustado short blanco y una playera también blanca y ajustada que evidenciaba la ausencia del sostén y muy cortita, muy arriba del ombligo, mientras su cabello negro y abundante le rodeaba los hombros con suavidad. El sueño se me escapó.

Fue amor a primera vista.

Respiré su esencia. Me embriagué de su juventud y belleza y sentí que toda ella era el amor de mi vida.

Esperé extasiado a que subiera y confirmé que efectivamente se trataba de ella. Tenía las piernas más hermosas que haya visto, una cintura diminuta y todo lo demás en su lugar… era una modelo perfecta.

Me dieron ganas de agarrar la escoba y retomar los golpecitos al techo para festejar, pero no me atreví porque iba a confirmar el interés repentino que había generado en mí, después de tantos desaires.

Esa mañana del trece de febrero ella no volvió a salir  y yo me quedé dormido.

Todo el día anduve contento y con cualquier pretexto hablaba del amor y me imaginaba verla en todas las mujeres que encontraba en mi camino. Me reprochaba el haber dejado pasar tanto tiempo. Pero estaba convencido de que nunca es tarde para el amor.

Con la seguridad de que no se trataba de un sueño, yo ya me había decidido a avanzar, así que conseguí un ramo de rosas rojas, una caja de chocolates y una  enorme mascota de peluche en la que amarré un enorme globo rojo en forma de corazón y una tarjeta en la que escribí unas cursilerías que decían algo así como “Para Flora: en el Día del Amor y la Amistad, porque he descubierto que tras el tenue velo de la vida existe la portentosa llama del amor que despierta e ilumina nuestros corazones a la manera del rayo que fertiliza de fuego y pasión nuestra frágil existencia. Con admiración y Respeto: Beto G.”

Al regresar con los regalos, traté de pasar desapercibido, pero fue inútil. Como siempre, los jovenzuelos, reunidos al atardecer en una sola habitación, escuchando música a todo volumen, fumando y tomando cerveza, se asomaban sin ningún pudor para ver quién entra y quién sale de esa vivienda.

Así que el más feo de todos, un gordo cacarizo que hacía de porro en la Universidad y al que llamaban el King Kong ironizó en voz alta, dirigiéndose al homosexual del grupo: “¡Órale,  Caramelo, ahí te hablan!” Luego, la cabeza chiquita del tal Caramelo se asomaba por la ventana y con su voz chillona contestó con toda naturalidad: “¡Pero, mira! ¡No lo puedo creer… va a recibir visita conyugal! Nada más que en vez de una muñeca inflable trae un oso que se parece a ti, pinche gordo King Kong. ¡Huuuy, qué goloso con el oso!” Y toda la bola de gañanes lo festejó con ruidosas y destempladas carcajadas.

No hice caso de esa bola de salvajes y me dirigí a mi habitación, deseando ansiosamente que oscureciera pronto para entablar la conversación en clave y dar el paso a mi nueva vida.

Todo me parecía maravilloso. Por fín había encontrado un motivo de interés en aquella vetusta vecindad y hasta la presencia de mis demás vecinos, los jóvenes desordenados, borrachos y ruidosos me pareció una actitud romántica frente a la vida.

Estoy convencido de que el amor es una poderosa máquina de iniciativa y creatividad. Mientras avanzaba lentamente la tormentosa espera del anochecer imaginé que tendríamos que vivir juntos en una sola habitación, por lo que sería necesario contar con un frigobar, una estufa eléctrica y adquirir una cafetera. Claro, tendría que cambiar mis hábitos, mandaríamos la ropa a la lavandería y aprovecharíamos el tiempo para ir al cine y de vez en cuando comer en algún restaurante y regresar tomados de la mano para hacer el amor de manera desenfrenada y alocada. Para eso precisamente había guardado mis energías durante tanto tiempo, ¡falta más!

Mientras llegaba la noche me recosté en la cama con la escoba en la mano, conteniéndome las ansias de iniciar la secreta conversación de los golpecitos. Al menor ruido me incorporaba para contestar, pero realmente sólo se trataba de mi imaginación y mi deseo de que ya sucedieran las cosas.

Después de  una terrible y larga espera por fín anocheció, pero no me atreví a tocar el techo y ella tampoco manifestó ninguna señal. Supuse que no estaba y decidí salir a caminar.

Sólo entonces caí en la cuenta de que realmente estaba muy estresado, pero contento.

Respiré profundamente el aire fresco de la noche y me dirigí a mi cafetería favorita.

La mesera que regularmente me atiende me dijo que se me notaba una cara de gran alegría. Yo le contesté: “Claro, son razones del corazón y mañana cupido me hará justicia.” Sonrió con picardía y continuó su trabajo. Al retirarme le dije que regresaría al día siguiente, el 14 de febrero, acompañado de una amiga y que desearía una buena atención que sería bien recompensada. La mesera me dijo que si llegaba a determinada hora me apartaría la mejor mesa.

Regresé de prisa a mi habitación. El corazón me palpitaba alocadamente. Empuñé la escoba. Estuve a punto de iniciar la comunicación, pero me contuve. Dejaría que ella tomara la iniciativa.

Las horas transcurrían y nada.

Entonces, seguí pensando en lo maravilloso que es el amor. Es de las cosas buenas que da la vida.

Pensé que uno debe darse la oportunidad de ser feliz, porque la felicidad es lo más grande que hay en la vida y es gratis. El lema de que el amor da vida es realmente cierto. Hay que ver a alguien enamorado para ver el brillo de sus ojos, de su piel, su energía, la nueva visión que tiene sobre el mundo.

Me lamenté el haber dejado pasar tanto tiempo con Flora. La había subestimado innecesariamente. Mi mente loca hacía planes y los ratificaba milimétricamente. De alguna manera tendría que ponerla a salvo de mis ruidosos vecinos que en cualquier momento podrían aprovecharse de su inocencia. Pensé que en el corto plazo sería bueno regalarle algo útil como una computadora y hasta hice una lista de la música que debería disfrutar.

No me dí cuenta en qué momento me quedé dormido, pero estoy seguro que apenas había cerrado los ojos cuando un ruido extraño me despertó. Era el rechinar intenso de la cama de Flora. Miré el reloj y eran las cuatro de la madrugada del nuevo día 14 de febrero.

Estaba tan extasiado que había dormido profundamente y por eso seguramente no escuché sus golpecitos y ahora ella hacía un ruido extraordinario con su cama para llamar mi atención. El rechinar ruidoso y constante de su cama, acompañado de algunos gemidos, me sugirió que podría estar en otra sesión de autoerotismo.

Yo no sentía una atracción sexual, sino un sentimiento de enamoramiento mucho más grande, por lo que ese ruido lo enmarqué como un buen detalle del 14 de febrero y sonreí. En el colmo de la felicidad, me puse a dirigir una imaginaria orquesta al ritmo del ruido de la cama de mi futura novia.

Como era insistente el ruido se me ocurrió tomar la escoba para avisarle que ya escuchaba yo y que había logrado despertarme, pero me contuve me contuve cuando escuché pasos en la escalera metálica. Me imaginé de nuevo aquél maravillo espectáculo de las piernas, el short diminuto, la blusa transparente y el cabello en cascada moviéndose lenta y suavemente.

Mi corazón palpitaba aceleradamente. Con decisión abrí la ventana, primero con temor y discreción, luego de golpe de par en par y noté que los pasos de la escalera se detuvieron.


--“Me está esperando. Para qué me asomo, de una vez salgo” Me dije, y abrí la puerta con determinación y valentía.


Miré hacia la escalera con ojos de enamorado y mi mejor sonrisa ensayada repetidas veces frente al espejo, que desconcertaron al gordo cacarizo King Kong, que en calzoncillos iba bajando la escalera, con el resto de su ropa entre las manos, y atrás de él mi deseada Flora se asomaba envuelta en una pequeñísima toalla de color rosa mientras le decía al gordo: “¡córrele, córrele que te van a ver!”.

Me metí rápidamente a mi habitación con la mente en blanco. Sólo después he vuelto a creer que el 14 de febrero es un buen día para deshacerse de toda la hipocresía acumulada, un día como cualquiera pues.

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