miércoles, 21 de febrero de 2018

El silencio de los amorosos

Para los amigos 
 que me han pedido otro cuento

 con motivo del 14 de febrero,

 va un poco extemporáneo,

pero con mucho afecto.

La puerta estaba abierta.

Guardó la llave en la bolsa de su camisa y cedió el pasó a la mujer del vestido corto y blanco de una sola pieza, sin mangas y ajustado que permitía apreciar una cintura pequeña y un trasero redondo y levantado sobre macizos y presuntuosos muslos acentuados por las zapatillas elevadas.

Mientras la miraba pasar, disfrutó sus pasos pequeños, voluptuosos y ridículos, era una imaginaria modelo frente al jurado de un concurso de belleza, levantando con exageración los pequeños pechos y el trasero.


Sonrió con una mezcla de triunfo y cinismo; imaginó que ese sentimiento debía ser lo más parecido al del cazador que atrapa a la presa más deseada y saboreando el éxito de su empresa, cerró la puerta y caminó en su dirección con los brazos abiertos, con el pecho en alto, aguantando la respiración para meter el estómago y  parecer más delgado.

Abrazados se besaron largo rato en la boca con pasión y entrega.

Aunque ambos tenían la experiencia del adulterio con otras personas, fingían que era la primera vez que traicionaban a sus parejas y sentían un ligero nerviosismo que se iba apagando a la misma velocidad con la que se desnudaban.

"No prendas la luz" le había dicho ella, con la mayor intención para no exhibirse totalmente desnuda con las imperfecciones de la piel, de sus cesáreas---aunque estéticas--- y de los incipientes deterioros de su edad treintañera.

Cualquiera que hubiera visto ese acto se habría dado cuenta que la relación la manejaba ella con malicia y perversión y que él se sometía y aceptaba todo con engañosa docilidad  porque al fin y al cabo ese era el momento de la premiación a su insistencia, a sus ruegos y deseos, por eso no puso objeción cuando ella le pidió que lo hicieran sin condón, aunque nunca le aclaró que ya estaba ligada.

Él dudó unos segundos y dedujo que tratándose de una mujer casada con un hombre respetable aquello no representaba un mayor riesgo más que un posible embarazo cuya paternidad aceptaría con gusto su ingenuo y bondadoso esposo. 

Hicieron el amor como si se fuera a acabar el mundo y al final sus cuerpos sufrieron espasmos y quedaron quietos, muertos ante el vacío de sus almas en el desdichado naufragio de sus vidas.  

La habitación adquirió un olor salado intenso de sudor y fluidos corporales, cual si hubiera pescados tirados por todas partes.

Agotados y satisfechos se hicieron caricias al estilo de los novios  adolescentes. Ninguno se bañó. Ella entró un momento al sanitario y luego le reclamó: "Te dije que no me mordieras, se va a dar cuenta mi marido" y él recordando que cuando la mordisqueaba ella le pedía "más, así, más..." le contestó con sorna: "¿No que tu marido ya ni te toca?".

Ella se dio cuenta que se había evidenciado y lo miró con reproche. 

Los dos pensaron que no tenía caso discutir ya que habían obtenido lo que buscaban, un rato del placer más egoísta donde cada uno creía ser dueño del otro, pero él no se reprimió las ganas de preguntarle de manera provocadora: "¿Por qué no quisiste que usara condón?"

Sorprendida ella no supo que contestar, sonrió y dijo: "Pues no te lo hubieras quitado".

Se reservaron las ganas de discutir, éste era un encuentro prohibido y no un matrimonio. 

Quedaron callados con la incomodidad de quien ha cometido un crimen, no tenían nada qué decir y aquel lugar que se presentaba propicio para la complicidad ahora apestaba y parecía más reducido, asfixiante. 

Antes de abandonar la habitación del motel, él la tomó por la cintura y le dio un beso en la boca, pero tuvo una sensación distinta a la del principio, de pronto recordó que ella era casada y que le pertenecía a otro hombre y sospechó que su entrega total en la cama era la misma que le ofrecía a su marido y quizás también a algún otro varón; pensó que si lo hizo con él, capaz que lo haría con cualquiera. 

Le dieron celos y sintió asco.

La contempló con el maquillaje desaliñado por los besos, las caricias y el sudor, y su intento de acicalarse brevemente en el sanitario no logró recuperar la maestría de las horas de maquillarse frente al espejo para ese acto.

Su maquillaje maltrecho, una máscara que caía, mostraba ahora el verdadero rostro de una mujer impura que se había entregado sin pudor y con desenfreno.

Cuando ella se percató de su mirada grave y analítica le preguntó desconcertada "¿qué pasa?", pero él hizo una mueca de frustración que intentó ser una sonrisa y mirándola con desprecio pensó en silencio: "pinche puta".

Los seres elementales tienen la habilidad de oler los instintos, de adivinar sus intenciones y de leerse el pensamiento entre ellos, por eso ella escuchó ese insulto con su mente y se sintió en ese  momento descubierta, herida y juzgada, con la vergüenza y el sentimiento de culpabilidad que es común a los infieles.

El odio, como el amor, tienen la misma intensidad, por eso ella se repuso de inmediato y tras intentar sonreír de pronto emitió una carcajada franca, fuerte y lacerante porque no lo dijo pero se acordó que ese 14 de febrero, hacía exactamente dos años atrás, mientras se atendía de una infección vaginal, le habían diagnosticado el SIDA.