viernes, 14 de febrero de 2014

El amor entra por la cocina



Bueno, también sale por la cocina.

En mi calidad de pasante de contador público en la distribuidora de papelería y artículos para oficina, gozaba de tres horas al día para salir a comer.

Pero como estaba retrasado con el inventario, ese salí tarde, de modo que solo disponía de una hora.

Siendo soltero tenía dos opciones: me iba al cuarto con una lata de atún, galletas saladas, salsa valentina y mayonesa con un refresco frío y después a dormir hasta la hora de regresar al trabajo o bien buscar dónde comer y después caminar un poco por las calles del centro histórico.

La verdad, me gusta más buscar lugares para comer.

En esta ciudad de Oaxaca, donde hay servicios para todos los gustos, se encuentran desde franquicias reconocidas, pasando por modernos comedores asépticos de acabados minimalistas, con grandes espacios vacíos y ambientes fríos, restaurantes especializados en cocina internacional o de cortes de carnes,  restaurantes típicos, taquerías, loncherías de comida rápida y barata con un ambiente tropical, que huelen a cerveza y cigarro y bastantes cocinas chinas.

Me gusta la comida china.

Mi restaurante favorito es “El Nuevo Cantón”.Se trata de un servicio que atiende una pareja de esposos orientales, que son los cocineros, y que son auxiliados por tres meseras locales, de rasgos indígenas. Poca gente para un negocio tan exitoso.

El lugar es reconocido porque está ubicado en la ruidosa esquina de una de las calles principales del centro histórico y siempre está abarrotado, por lo general por burócratas de medio pelo y empleados de las tiendas comerciales de la zona.

La verdad, luego se encuentra ahí a jóvenes mujeres que son agradables a la vista y coquetas al trato.

Aunque he encontrado chicas agradables, no he tenido la oportunidad de establecer una amistad, más allá de un saludo a la distancia.

Como de costumbre, ocupé mi mesa favorita que se ubica en la esquina de la amplia galera desde donde es posible mirar quién entra y quién sale y de la misma manera, no te escapas a que todo mundo sepa que estás ahí, porque es una de las mesas más visibles.

Hay mucha variedad de comida y de postres y sobre las mesas hay pequeños recipientes con salsas chinas y aderezos para acompañar la comida.

Ordené espagueti, ensalada y costillas de cerdo y pedí por separado un poco de arroz con pollo empanizado y mientras me lo servían, ingresó al comedor una hermosa y joven mujer, más bien pálida, alta y más voluptuosa que delgada de bien contorneadas formas y cintura pequeña; le calculé unos 25 años, de frente amplia, ojos grandes con largas pestañas y cejas cuidadosamente perfiladas, de nariz afilada con sus orificios visibles y distantes de su pequeña boca de labios carnosos pintados de carmín, mentón pequeño y un poco hundido; cabello suelto, rubio, largo,  y sedoso y toda ella enfundada en un vestido corto de una sola pieza de color negro, con un escote del que sobresalían descaradamente parte de dos generosos y redondos senos divididos por una obscena línea que se profundizaba entre ellos.

Calzaba unas zapatillas de tacón elevado, que la hacían parecer más alta, pero sobre todo, contribuían a acentuar su masa corporal, delineando aún más sus curvas con un movimiento candente y armonioso y se dirigía hacia mí.

Bueno, yo creí que se dirigía hacia mí y seguramente todos los comensales también porque me miraban con interés y envidia, pero ella escogió la mesa que yo tenía exactamente enfrente y me miró sonriente.

Yo también sonreí discretamente y permanecí callado y quieto, esperando que de un momento a otro entrara su acompañante, pero no entró nadie con ella.

Sospeché que podría tratarse de una mujer que trabaja en algún bar con table dance, pero su portafolios y su rostro serio, me indicaban que definitivamente no podía ser una de ellas. 

También descarté que se tratara de un gay vestido de mujer; los gays que se visten de mujer, por mucho cuidado que le pongan a su arreglo personal, siempre hay algo que los traiciona y los evidencia como hombres, mientras que ella, tenía todo en su lugar y bien puesto.

Definitivamente se trataba de una mujer poseedora de un cuerpo sumamente atractivo a la condición de hombres solitarios y busca-novias  como yo.

Y para mi delirio, ella estaba sentada exactamente en la mesa de enfrente, con su alarmante escote y su pequeña minifalda.

Me concentré en mi comida, pero en algún momento chocaron nuestras miradas y sonreímos mutuamente. Incluso, sentí que me hacía guiños con cierta insistencia.

Le preguntaron si esperaba a alguien y ella contestó que no. Ordenó ensalada, un refresco ligth y un vaso de agua natural.

Cuando le sirvieron el agua sacó dos pequeños frascos, de los que vació discretamente un par de pastillas y se las tomó antes de comer. Sus manos eran pequeñas, con sus pequeños dedos de uñas largas y cuidadosamente decoradas.

De vez en cuando me lanzaba miradas sorpresivas que yo interpretaba como un intento por atraparme en pleno hostigamiento.

La verdad, yo no podía quitar mi vista de su escote y de sus blancas piernas debajo de la mesa, pero me pareció muy arriesgada mi actitud, así que me aguanté las ganas y continué comiendo lentamente, mientras mi imaginación de soltero sin novia, sin sexo y sin haber visto jamás en vivo a todo color a una mujer desnuda a mis 33 años, me alentaba a encontrar un buen puerto entre sus brazos, entre su escote, entre sus piernas...

Al mismo tiempo mi imaginación volaba a mil por hora, “¿que tal si me caso con ella y tengo hijos?, ¿Cómo nos veríamos en la playa?" y así por el estilo, cuando la voz de la mesera me regresó a la normalidad:

-¿Qué le traigo de postre? tenemos café, fruta, plátanos con crema y gelatina de agua.

-Quiero un café por favor.

La mesera se retiró y me di cuenta que la chica del erótico escote me sonreía y yo también, Le correspondí halagado:

-¡Hola!, le dije, pero ella no contestó nada y se limitó a bajar la mirada y continuar comiendo.

Consumí mi postre con la mayor lentitud para seguir disfrutando con la vista a aquella mujer. 

De hecho, ya era hora para regresar al trabajo, pero me resistía a levantarme. Ella pidió su cuenta y una vez que pagó y para poder ponerse de pie, abrió las piernas al incorporarse, dejando entrever parte de sus bien torneados muslos debajo del vestido.Pero más tardó en abrirlas que en cerrarlas rápidamente al notar mi penetrante y perversa mirada.

Torpemente le dije “provecho” y sonreí, pero ella no me contestó y se alejó rápidamente con cierta incomodidad, seguramente porque percibió que yo la contemplaba con lascivia.
Tras unos breves minutos, pedí la cuenta y salí en espera de seguir su rastro, pero no había ninguna señal de ella.

De regreso al trabajo no me pude concentrar.

Continué las actividades laborales con muchas dificultades porque la imagen de la mujer del escote descubierto se me revelaba con insistencia.

Aquella noche no pude dormir. Me hacía mil preguntas sobre su persona, incluso, en el poco tiempo que descansé soñé que yo conducía un camión de pasajeros y que ella iba sentada justo detrás de mi y que yo intentaba mirarles las piernas y el escote, pero no podía por estar al volante  y porque temía que al distraerme irremediablemente la unidad se volcaría o chocaría.

Me desperté oliendo a ella.

Decidí buscarla y hablarle. Para eso seleccióné mi mejor ropa, calzado y visité la peluquería. A sugerencia de la señorita que atiende la estética me "planchó" las cejas, me hizo una limpieza facial y de paso un maniquiure. Honestamente me sentí muy joto, pero corrí el riesgo porque si todo eso me lo recomendaba una mujer, lo más probable es que las mujeres esperan eso de un varón.

También preparé una delicada tarjetita elaborada en computadora, con mis datos personales: Gerardo Hernández, Contador Publico, con mi número de teléfono y mi cuenta de correo electrónico. Ya habría una oportunidad para entregársela.

Durante los siguientes dos días ella no volvió al restaurante o al menos no la vi en el horario en que yo llegaba a pesar de que, intencionalmente, yo permanecía más tiempo ahí.

A la hora de la comida “El Nuevo Cantón” se llena de mucha gente y a veces hay que esperar a que se desocupe una mesa.

El tercer día después de la primera vez que la vi, llegué un poco tarde al restaurante y ahí estaba ella, justo frente a mi mesa, ya había comido y se disponía a levantarse. En esa ocasión vestía un blazer negro con una blusa guinda desabotonada de modo que resaltaba su escote, dejando ver parte de sus enormes y redondos pechos. Nos miramos, ella me sonrió, pero se retiró antes de que yo pudiera abordarla.

Como su sonrisa la sintiera natural, abierta y de franca aceptación yo interpreté que ese asunto ya estaba amarrado. Ella había señalado ya su mesa preferida y me había regalado una sonrisa coqueta. La dejé ir para no llamar la atención de los comensales y me prometí abordarla en cualquier oportunidad próxima.

Al día siguiente, que coincidía con un 14 de febrero, por cierto, llegué mucho más temprano al restaurante.

No había dónde sentarse. Grupos de trabajadores habían organizado intercambios de regalos y las cervezas y las pláticas de sobremesa se prolongaban. La ocasión dejaba ver mucha promiscuidad. Era evidente, por el trato que se daban, muchas de esas parejas no eran formales: hombres mayores, como el gerente de ventas o el jefe de piso tal vez, abrazaban y tocaban de manera obscena a mujeres de edades mucho menores, que se incomodaban a las muestras de afecto, pero no las rechazaban.

Avancé a mi lugar de costumbre y lo encontré ocupado por una pareja de gays que se me quedaron viendo como si me invitaran a su mesa. Miré rápidamente hacia otro lado y grande fue mi sorpresa descubrir que en la mesa de enfrente estaba sentada precisamente la bella mujer del escote que me había sonreído el día anterior.

Vestía un traje sastre de color rojo, terminado en minifalda y con una blusa blanca y su maravilloso escote.

"¡Rojo!" pensé. En el lenguaje no verbal el rojo es pasión, deseo y hoy es 14 de febrero y como nos hemos sonreído mutuamente, la ocasión pinta para mi realización sentimental.

Parte de su sedoso cabello le caía a un lado del hombro, mientras revisaba con atención la carta del menú. 

No la interrumpí. Me paré a un lado sin dejar de mirarla. Ella volteó y me sonrío, lo que interpreté como la puerta abierta para todo, empezando hoy por su mesa, luego, otro día tal vez, sus brazos, sus piernas, su intimidad toda…

La mayoría de los hombres y mujeres del lugar me miraban con interés porque suponían que yo era el afortunado acompañante de ese modelo de mujer, que además me miraba sonriente. Esas miradas levantaron mi ánimo y supuse también que admiraban mi porte y mi traje más caro que sólo ocupo en ocasiones especiales. Me sentí todo un conquistador.

Levanté la cabeza, sonreí como galán, y dirigiendo mi mano hacia el respaldo de una de las sillas desocupadas de su mesa le dije impostando la voz: “¿me puedo sentar?”.

Ella hizo a un lado la carpeta del menú y justo cuando yo intentaba jalar la silla para sentarme, me preguntó seria y con voz grave: “¡Cómo!”

Rápida y amablemente le dije, “¿puedo compartir su mesa?”.

En respuesta, ella se levantó violentamente de su silla, se echó para atrás el cabello y señalando con su pequeña mano, a la manera de una pequeña pistola que me apuntaba al pecho con sus pequeños dedos me contestó: “¿Pero, qué se cree usted, pendejo, que porque me ve sola cree que estoy buscando compañía?”.

Lo que yo suponía anteriormente como un guiño hacia mi persona, se evidenció más de cerca como un tic nervioso que le hacía cerrar el ojo y apretar los labios como si sonriera y que en aquel momento se le notaba más e incontrolablemente.

Su voz era grave y tenía un acento como sudamericano, lo que llamó rápidamente la atención de todos los comensales, que en medio de un silencio muy embarazoso pusieron toda su atención en la mesa de la mujer del escote y la minifalda que no dejaba de apuntarme con su pequeño dedo índice, mientras decía: ¡Ustedes, los hombres, son unos mierdas, patanes, abusadores, que nada más ven en una un poco de carne y se lanzan como lobos hambrientos y rabiosos tras de su presa. Pero yo no soy una mujer indefensa, ¡eh, idiota! ¡Así que vas a ir a molestar a la mujer más vieja de tu familia! Y acto seguido tomó la salsa roja de su mesa y me la aventó en el rostro, causándome un ardor infernal de ojos.

Su actitud fue tan rápida y sorpresiva y como hablaba muy fuerte y con tanta molestia yo no supe qué decir, así que todo rojo, avergonzado, humillado, desconcertado y cegatón por la salsa roja que me chorreaba en la cara le dije “¡Yo solo quería sentarme!”, mientas intentaba identificar algún lugar por dónde salir corriendo.

La mujer del escote tomó un frasco de aderezo, quitándole la tapa y con el rostro todo desfigurado me la vació con tanta fuerza que la mitad del aceitoso contenido fue a dar a la cara de los gays que ocupaban la mesa de enfrente y que dijeron “-¡Ay, señora, tenga cuidado!” y otro “Fíjese pinche vieja”, a lo que la mujer del escote respondió: “¡Malditos, todos los hombres son iguales!” y empezó a destapar más frascos y a aventar su contenido a diestra y siniestra lanzando improperios.

En el restaurante se armó un gran escándalo, algunos me miraban como si fuera yo un violador detenido en flagrancia y otros más festejaban aquel lamentable espectáculo con frases sexistas y obscenas.

A punto de echarme a correr, fuertes brazos me levantaron en vilo y me condujeron afuera del restaurante. Cuando pude ver, noté como a quince chinos que me escoltaban con garrotes y filosos cuchillos, mientras seguían saliendo chinos de la cocina del "Nuevo Cantón". Antes de lanzarme a mitad de la transitada avenida escuché una voz que me gritaba "¡Tú, lespetal mujel!"

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