miércoles, 19 de marzo de 2014

Voyeur involuntario

Fue sin querer.

Ese día por la mañana abordé la camioneta de pasajeros de regreso a la ciudad de Oaxaca en un punto intermedio de la Sierra Sur.

Me tocó el asiento de la última fila, en el que pude notar a simple vista una pareja de tórtolos.

Siempre me ha parecido de mal gusto mirar lo que hacen las parejas, pero me incomodaba mucho esa sensación de ser observado por ellos, de modo que discretamente miré a esas personas que me contemplaban con cierta curiosidad.

Efectivamente, me miraban como bicho raro. Supongo que se incomodaron también porque a este pasajero le dieron ese asiento, contra su voluntad, ya que cuando viajo me gusta ir hasta adelante, para contemplar el camino.

Pero su mirada no era de reproche, era de sana curiosidad.

Ella, una mujer blanca como de 18 años con el cabello teñido de rubio. Rolliza, de ojos verdes y maquillada cuidadosamente. Vestía con una blusa roja ajustada de escote recatado y un pantalón blanco ajustado que dibujaba sus musculosas piernas.

Su acompañante parecía no mayor de 21 años, usaba pantalón de mezclilla, botas, camisa de vaquero con las mangas dobladas y el corte de pelo tipo militar; nariz aguileña y mirada retadora, intimidaba. Visto con mayor cuidado, el que suponía un varón, era en realidad otra mujer, eran lesbianas.

La mirada de la que hacía de hombre---o activa---, era escrutadora. Veía con curiosidad mis bostonianos recién boleados, mi pantalón de vestir recién salido de la tintorería y mi camisa de vestir cuidadosamente planchada, pero al mismo tiempo, ella se miraba sus botas, su pantalón de mezclilla, su camisa de monta toros y su cinturón piteado de cuero de vaca. Creo que se dió cuenta de que no era totalmente hombre. O al menos, al mirarme, conocía otra forma de ser hombre y eso llamaba su atención.

Su acompañante también me miraba con curiosidad y parecía que comparaba a su pareja. Me dieron la impresión de que estaban recién iniciadas en la vida homosexual y que mi presencia les deparó la oportunidad de contemplar y comparar el rol de un varón.

Me sorprendió porque casi no conozco casos de lesbianismo en provincia o parecen ser escasos.

Ambas mujeres tenían el tipo físico de la zona, tanto la blanca como la morena; podría ser, incluso, que esta fuera su primera vez rumbo a la ciudad, ya que contemplaban la ruta como un niño que explora por primera vez un camino nuevo.

La activa abrazaba y besaba a la rubia, hacía comentarios intrascendentes para llamar su atención, como cuando un adolescente está tratando de conquistar a una chica.

En diversos momentos, la activa me daba la espalda para que no las viera, pero la rubia me buscaba con la mirada tratando de decirme algo que nunca entendí. Luego, la activa volteaba a mirarme con desprecio y gesticulaba malas palabras silenciosamente, pero yo fingía que no la veía.

La lesbiana activa abrazó y atrajo hacia ella con violencia a la rubia. Se miraron a los ojos un rato, escuadriñándose, tratando de encontrar algún indicio de cambio en su relación. Como la rubia no dejara de mirarme con total indiscreción e incluso con coquetería, su pareja se interpuso entre ella y yo y con voz grave sin tapujos le dijo: "¿Qué, te gustó el catrín? Cuidadito pendeja porque traigo mi navaja nueva" y le pasó amenazadoramente el filo de la mano por el cuello.

Me miró de nuevo la rubia, pero la activa, que me daba la espalda, que la toma del cabello por atrás de la nuca y jalándola con violencia hacia ella le acomodó cuatro fuertes bofetadas, dos en cada mejilla, mientras le decía: "A ver, ¿quién te quiere más? ¿quién te da de tragar? ¿quién te compra tus pinches pinturas y tu pinche ropa nueva?".

La rubia tenía lágrimas en los ojos y con sus dos manos le tomó el rostro a la activa y con una mirada de ternura, de entrega y sumisión, le dijo "Te quiero mucho, no me pegues. Sólo me importas tú". Entonces, la activa, como si le hubieran penetrado el fondo del corazón que la abraza y que se recarga en el seno de la rubia, pero no era la actitud como lo hace un hombre con una mujer a la que desea, sino que se trataba de la actitud de un ser que busca el calor humano y como si fuera un pequeño cachorrito se abandonó a los brazos de la rubia.

Yo estaba conmocionado. Me acordé de pronto de aquella vez que entré con dos investigadores sociales a los diferentes reclusorios del estado para ubicar a criminales que cubrían el perfil de feminicidas.

Las entrevistas que se hicieron con ellos les daban la oportunidad de desahogarse y al mismo tiempo de justificar sus horribles crímenes, la mayoría de éstos pasionales. Al menos en dos entrevistas me llené de repugnancia y ganas de vomitar por la descripción minuciosa que hacían al evocar sus asesinatos; la causa era la misma, traiciones y engaños.

No me daba temor enfrentar a la activa, tanto como causarle algún daño involuntario a la rubia.

En esos momentos llegábamos a un pueblo intermedio rumbo a la ciudad. Aproveché para bajar de la unidad, el chofer me dijo, "no lo puedo esperar, o se va o se queda". Le contesté, "aquí me quedo" y miré cómo se retiraba el vehículo con la rubia y sus enormes ojos contemplándome en una silenciosa mirada de auxilio.

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