martes, 5 de julio de 2011

El maravilloso río subterráneo

Dicen que está encantado.
Y quiso el destino que la última persona en confirmarlo fuera su servidor. Buscando una piedra para apoyar los trabajos de reconstrucción de un templo católico, visitamos los cerros encantados en un lugar de Valles Centrales. Toda la gente nos advertía que no tomaramos nada de ahí porque los antecedentes que existen advierten de un severo y extraño castigo para quienes profanen el lugar.
Pero nuestra necesidad de conseguir ese tipo de rocas era mayor que las leyendas, de modo que armamos la expedición y al amanecer pudimos identificar con gran satisfacción la roca que nos faltaba. El problema siguiente era ver la manera de transportarla, ya que era indudable que por efecto de los temblores se había incrustado en la tierra, abriendo una pequeña compuerta en su centro, como si de una puerta se tratase. Era obvio que con sólo mover unas cuantas rocas de tamaño mediano, aquella plancha de varias toneladas caería con toda su fuerza sobre esa pequeña y caprichosa caverna.
Como no pudimos hacer nada esa mañana, más que identificar nuestro proyecto de roca, decidimos volver al día siguiente muy temprano, ya que ese día, la población más próxima se dedicada a sus festejos patronales, de modo que tendríamos holgura para inspeccionar el lugar, sin presiones de ningún tipo. Sólo que esta vez llevamos una manguera de plástico en cuya extremindad pusimos un embudo para golpear la piedra y tantear mediante el ruido su extensión. Fue impresionante descubrir que la parte que asomaba sólo era la punta de la roca y que ésta se extendía más allá. Sin embargo, el embudo también nos permitió escuchar viento y un extraño murmullo. Creímos que estábamos imaginando, pero la curiosidad pudo más que la razón y decidimos ingresar por el pequeño pasadizo.
Pepo, que venía atrás decidió retroceder argumentando que alguien tenía que sostener la cuerda y quedarse afuera por si hubiese necesidad de solicitar auxilio. Realmente él tenía miedo, el sólo hecho de arrastrarse por el suelo entre las rocas, el lodo y el polvo, con la posibilidad de encontrarse rodeado de pronto por fauna nociva, incluso un coyote o alguna serpiente, no era para menos. Pero algo me decía que tenía que explorar la cavidad y avancé unos quince metros en medio de una total oscuridad y sofocándome, pero atraído por el ruido de la caverna que parecía soplar con fuerza cada vez más fuerte, acompañado de un pequeño murmullo como cuando dejas caer el agua. La caverna era recta pero se iba inclinando conforme avanzaba, ya de rodillas, ya acostado sobre el suelo. Noté que la roca parecía soldada a otras tantas rocas y determiné que era imposible sacarla, sin embargo, mi curiosidad me empujó a seguir sin la cuerda y con mi lámpara de mano. Llegué a una protuberancia dentro del cerro que se divía en dos, por un lado se sentía un aire fuerte, como la tos de un gigante y por la otra, mucho más estrecha, el ruido del agua que escurre. Escogí esta última ruta y al avanzar lo que calculé entre unos veinte metros en una pendiente noté que el camino se terminaba y que estaba yo sobre otra enorme roca a unos ocho metros de altura, en cuya base, pasaba un arroyo de agua y todo el lugar, era una cueva. Más o menos a las siete de la mañana, ya había salido el sol y curiosamente, dentro de aquella caverna, se filtraban desde lo alto un par de haces de luz que chocaban contra los muros de la caverna.
Por un costado de la piedra, otras tantas rocas se hacían escalables, de modo que decidí bajar con bastante dificultad. Increíblemente, aquello que parecían piedras de río eran monolitos. Todo el lugar está lleno de figuras de dioses y artefactos zapotecos antiguos. Pude tocar y levantar aquellas piezas alrededor del arroyo y mi primera intención fue llevarme algunas, aunque realmente estaban muy pesadas. Me llené las bolsas del pantalón y de la camisa de figuras pequeñas y me disponía a salir cuando noté, incrustada sobre una pared de la caverna, un ojo enorme de piedra blanca que parecía mirarme sumamente molesto. Al centro de aquella caverna alguien había puesto un monolito al que probablemente se le cayó el resto de la cara y quedaba aquel ojo como un vigilante adusto y severo.
Inconscientemente me despojé de todas las figuras, había caras, personas, animales como ranas, caracoles,  figuras de mujeres, incensarios, aves y sobre todo Dioses antiguos con las formas más caprichosas que uno se pueda imaginar y de todos los tamaños. Parece que alguien intentó proteger esas esculturas en ese lugar. Yo estaba sumamente emocionado, pero decidí no tocar nada. Como sólo llevaba una pluma y una servilleta se me ocurrió dibujar el ojo del vigilante y salir lo más rápido de aquél lugar. Definitivamente, quien haya decidido ocultar esas piezas debió tener un motivo muy justificado para hacerlo en ese lugar.
Salí cuando Pepo estaba más que alarmado y a punto de ir a pedir ayuda porque pensó que me había tragado la tierra.
Le mentí, le dije que la piedra saldría fácilmente si quitábamos las rocas medianas que la sostenían de un lado a lo que accedió de buena fe. No fue difícil quitar esas rocas, desenterrando con la barreta y las palas, y la plancha extraordinaria de varias toneladas de peso se fue acomodando gradualmente hasta tapar la entrada.
Pepo se molestó y tuve que aceptar que había estimado mal el tamaño de la roca.
Decidimos buscar en otro lugar la roca que necesitábamos para el templo.
Cuando me alejé de aquél lugar descubrí que estaba empapado de agua y de lodo, que tenía contusiones y mallugaduras por todo el cuerpo y que me estaba entumiendo. Nos detuvimos en el camino para comprar unos refrescos, pero yo ya no pude avanzar. Mi cuerpo estaba entumido y dar un paso me causaba gran dolor. Parecía un fantasma que hubiera salido de algún panteón. Literalmente.

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