miércoles, 5 de abril de 2017

Una selfie con García Márquez

Empezaba a oscurecer.

O tal vez sea una de las precisiones de la memoria, que dibuja a Gabriel García Márquez como si estuviera iluminado y todo a su alrededor oscuro. Lo que es cierto y seguro es que era un día entre semana por la tarde, porque entonces yo estudiaba en la Universidad por la mañana y la otra mitad del día era empleado de la Librería Gandhi de Coyoacán.

Entonces sólo existía la antigua y única librería "Gandhi", hacia finales de los años noventa, pero ya consolidada como un espacio de libros clásico que era visita obligatoria de escritores, intelectuales, lectores, artistas y bohemios.

Hasta la fecha, la presencia de escritores ahí es frecuente y para algunos empleados de la librería esas visitas eran la oportunidad para platicar y obtener la dedicatoria en las obras de sus autores. Varios trabajadores de la "Gandhi" nos disputábamos para ser los primeros en atender a los escritores de renombre que según nuestra propia experiencia de desplazamiento de sus libros entre los lectores les asignábamos una importancia determinada. También había algunos autores que parecían espantapájaros porque a la hora de su visita y por su trato no tan cálido, los empleados nos desaparecíamos como por arte de magia.

Empezaba a anochecer y parecía un día normal, hasta que el revuelo comenzó por la entrada de la librería. De pronto, mucha gente, entre clientes y empleados se remolinaron en torno a alguien y el barullo impedía acercarse, pero era una señal precisa de que un personaje destacado había llegado. Casi enseguida corrió la voz: "¡Llegó Gabo, llegó Gabo!" y nuestro primer impulso fue ir corriendo a la sección de novela y tomar Cien Años de Soledad para acercarse al maestro.

De manera natural se formó una fila para conseguir el autógrafo de Gabriel García Márquez, que con una sencillez de santo preguntaba el nombre de las personas para escribirles su dedicatoria. Cuando fue mi turno, entre empujones me acerqué al maestro y no pude evitar extenderle la mano para saludarlo, él sonrió,vestía un saco a cuadros y ya las canas y sus lentes le daban el aspecto de un sabio que contemplaba un fenómeno ordinario, pero se notaba gozoso y feliz de ver coronada su vida y su obra con el reconocimiento espontáneo de la gente, me saludó con un apretón de manos fuerte y firme y sentí en ese momento una ligera descarga eléctrica que sacudió todo mi cuerpo y luego una sensación de calor agradable.

El maestro sonreía y me dio la impresión de que una lágrima asomaba por sus ojos. Todo lo que quería preguntarle me lo contestó con ese fugaz y momentáneo saludo de manos y su mirada colmada de felicidad. Yo quedé satisfecho y lo miraba a la distancia. Apenas terminó de escribir las dedicatorias a las dos docenas de personas que se encontraban a esa hora en la librería se retiró como entró, en medio del júbilo y la buena vibra de todos.

Las personas que estaban en la cafetería y las que se encontraban en el área de discos apenas empezaban a llegar a la sección de libros y a solicitar con urgencia "Cien Años de Soledad".

Una clienta joven y guapa, de una gabardina oscura y una mascada naranja, parecía artista de cine, me pidió el mismo libro y me dijo "o tráigame cualquiera de Gabo, rápido por favor, que se va." Me deslicé con velocidad a la sección de novela y el espacio de exhibición dedicado a ese autor aparecía vacío. Con el mismo sentimiento de premura me dirigí a la bodega y justo en ese momento sacaban más libros de García Márquez, pero como tenían que registrar el título y número de libros que se sacaban perdí un par de minutos.

Salí al área de ventas con varios ejemplares de "Cien Años de Soledad", pero la chica que me lo había solicitado ya no estaba. García Márquez ya se había marchado y los demás clientes empezaban a dispersarse. Acomodé los libros en su lugar y me acordé de repente que mi libro autografiado lo había dejado en la mesa donde la chica bella me había pedido un ejemplar de Gabo. Lo busqué con ansia, pero el libro ya no estaba y la joven tampoco.

Pregunté en cajas si alguna chica hermosa de gabardina oscura y mascada naranja había comprado "Cien Años de Soledad" y la cajera me contestó que sí, que ella misma le preguntó a la clienta si se iba a llevar el libro de todos modos porque el escritor García Márquez ya se había retirado de la librería y la joven le dijo que sí, que se lo cobrara lo más rápido que fuera posible porque "hay días en que una se levanta con suerte" y luego se retiró con mucha prisa.

En esos años el teléfono celular era incipiente y las cámaras fotográficas no eran tan prácticas ni populares como para andar cargando una todo el tiempo.

Pasados los años visité el museo de cera de la Ciudad de México y ahí me volví a encontrar con Gabriel García Márquez, era la segunda vez en la vida que me lo encontraba y podría jurar que vestía como la última vez, solo que ahora estaba convertido en una inmortal figura de cera.

Estuve todo el tiempo que quise junto a él y festejé nuestro encuentro con una selfie.


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