Conocí al Rojo en su tercera edad.
Había sido bombero en el Distrito Federal y ya jubilado se regresó
a Oaxaca para enterrar a su madrecita y con sus ahorros y su pensión abrió una miscelánea
que él personalmente atendía.
Le apodaban “El Rojo” porque algunas veces se vestía con su
traje de bombero y repasaba con nostalgia numerosas fotografías y recortes de
periódicos de sus tiempos, mientras despachaba en su pequeño negocio.
Su avanzada calvicie y sus escasos cabellos blancos, pero
desordenados, le daban un aire de poeta o de sacerdote. A sus 60 años,
Penchito, conservaba vestigios de su fortaleza física, empezando por una
poderosa nariz aguileña y una barbilla redonda y pronunciada. En su juventud debió
verse alto, atlético y de anchas espaldas. Si no usara lentes de fondo de
botella, podría aparentar una edad menor porque es de esas personas a las que
le dicen “traga―años”.
Del Rojo se comentaban muchas cosas, como que era gay, o que
era un asesino que había huido de la justicia, o que era un sacerdote
arrepentido, entre otras historias fantásticas, pero lo que todos reconocían era
su bondad, ya que era el único tendero que fiaba y volvía a fiar, aunque no le
pagaran.
En varias ocasiones tuve la oportunidad de platicar con el
Rojo. A veces me presumía que había conseguido un mezcal rústico que podría
matar dragones y con ese pretexto abríamos una lata de sardina, unas galletas
saladas, unos chiles enlatados y nos pasábamos largas horas platicando o algunas
veces con mi desafinada guitarra, lo acompañaba mientras él interpretaba
canciones de Agustín Lara.
De entre sus numerosas fotografías, una vez me mostró una en
blanco y negro de la mujer que amó, era realmente una belleza de tez blanca, cabellera
larga y negra, de rostro ovalado, ojos grandes, nariz recta y labios carnosos y
sensuales, que miraba a la cámara con excesiva coquetería.
Según el Rojo, ella tenía aspiraciones económicas tan
elevadas como su irrefrenable deseo sexual que la llevaron a traicionarlo y a
pesar de ese despecho, él alimentaba la llama del amor platónico, habiéndose
prometido no amar jamás a alguna otra mujer.
Pero el Rojo tenía también otras cosas interesantes.
Una vez fui testigo de una de sus grandes hazañas.
En medio de una fuerte tormenta un perro callejero había
sido atropellado de una pata y permanecía inmóvil a mitad de la carretera,
esperando que lo rematara el próximo automóvil.
Al enterarse, El Rojo, como en sus mejores tiempos, se
vistió con su traje de bombero y en la tormenta y con el riesgo de que lo atropellaran, por la
escasa visión que permitía la lluvia, rescató al perro mal herido de en medio de
la carretera y se lo llevó a su miscelánea.
El perro quedó lisiado, pero además de conseguir un hogar también
ganó un nombre, Penchito lo nombró “El Rojo”. -¿Qué, éste también es bombero? Le pregunté, y
él me contestó: “No, este cuate es rojo por comunista, porque vienen los
chamacos a la tienda, se roban los dulces y aquí mi compadre ni siquiera ladra,
salió muy comunista este güey.”
Al paso del tiempo el destino me llevó por otros derroteros,
me alejé de ese lugar y de esas personas durante más diez años, pero un día sentí
la necesidad terrible de saber qué había pasado con el Rojo, me agobiaba la
extraña inquietud de conocer qué había pasado
con mi amigo el Rojo y quería cerrar este expediente de mi vida, por lo que me decidí
ir en su búsqueda.
Como imaginaba, las cosas habían cambiado mucho.
En lo que era la pequeña miscelánea hoy se ubica una enorme
tienda de abarrotes que es atendida por numerosos empleados.
Sentí tristeza, nostalgia y ganas de marcharme de inmediato,
pero me venció la curiosidad y con el pretexto de comprar una tarjeta para
teléfono le pregunté a la bella mujer que atendía la caja si conoció al señor
Penchito “El Rojo”, que había tenido una pequeña miscelánea en este mismo
lugar.
Debo confesar que cuando estuve cerca de aquella mujer sentí
un pequeño escalofrío porque ella le daba un parecido a la mujer de la
fotografía que alguna vez me mostró Penchito, pero evidentemente no podía
tratarse de la misma por el tiempo transcurrido, tampoco podía tratarse de su
hija porque Penchito mencionó que la mujer que lo traicionó, siempre se negó a
tener hijos con él y además, la joven de la caja tenía rasgos de algunas
mujeres de una zona de Oaxaca, donde hay criollitas que son esbeltas, de
estatura mediana, de tez clara, cabello negro y largo, cintura pequeña y
temperamento agradable.
-Sí, lo conocí. Me contestó. Yo soy su viuda.
Me quedé perplejo por la noticia y la señora continuó: -Penchito
murió el año pasado. Era muy bueno. Yo llegué aquí hace diez años, buscando
trabajo sin tener donde dormir ni qué comer y él me dio todo lo que tengo en la
vida.
En ese momento, un niño como de diez años con el vivo rostro
de Penchito, con su frente despejada, su nariz aguileña y su prominente
barbilla ingresó de la parte trasera de la tienda, llevando entre las manos un juguete, era un carrito de bomberos, para decirle a la señora, -mamá,
dice Chabela que la nena no se deja cambiar. –Dile que la cambie como sea porque
se les va a hacer tarde, le indicó.
La joven mujer, que tendría unos 28 años, continuó: -Procreamos
dos hijos. ¿Usted conoció a mi marido?
-Sí, le dije. Fuimos buenos amigos, hasta que me alejé por
razones de trabajo. La señora hizo un gesto de consentimiento y se quedó
callada, momento que aproveché para preguntarle si tenía noticias de El Rojo,
un perro cojo que había rescatado Penchito de la carretera.
-Sí, era un perro muy inteligente, me contestó. Murió de
tristeza a la semana de que falleció mi marido. Por ahí tengo varios cachorros
porque era un perro muy travieso. Y sonríe.
Agradecí a la joven señora por sus respuestas y me alejé con
rapidez. No quise saber nada más.
Hasta esa parte era suficiente para cerrar este expediente.
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