Hace ya algunos ayeres conocí por casualidad a John.
John era de Arizona, EEUU, y a pesar de ser un blanco de clase media, de unos 57 años tal vez, su perfil parecía al de un genuino apache de por aquellos lares: nariz aguileña, porte altivo y atlético y sumamente crítico de todos "esos mexicans amigos que se organizan para salvar a México", refiriéndose a un club de filantropía del Distrito Federal, en donde coincidimos por una exposición de pintura en el centro de la Ciudad.
John, con su camisa manga corta de cuadros, cubierta por un chaleco color crema, sus bermudas de color crema también, su casco de cazador africano, sus botas de explorador y su mochila a la espalda, parecía precisamente que regresaba de un zarafi.
Nos medio entendimos con mi mal inglés y su mal español.
Cuando criticó a los "simuladores", como lo dijo de los altruistas, yo no detuve la tentación de preguntarle por el KKK.
John se inchó de orgullo y me dijo "están en su derecho, porque están en su tierra, mientras no vengan para acá a aplicar sus medidas, tú deberías estar tranquilo me dijo". Solté la carcajada y le día la razón. Cada sociedad tiene sus enfermedades--recuerdo que le dije-- y el KKK es un tumor gringo.
Nos quedamos de ver al día siguiente para tomarnos un café y platicar más sobre el asunto, especialmente de la xenofobia, el antisemitismo ---en cuya materia es un perfecto irreverente--- y platicamos también sobre algunos libros de Salvador Borrego que vimos en una librería importante de la ciudad.
Coincidimos dos veces más antes de que se regresara a Arizona y para festejar nuestra amistad efímera---todavía no existía el correo electrónico--- nos fuimos a echar unos "taquitos de perro" en Santa María La Rivera, atrás del metro Revolución, donde hacen unos tacos de res al vapor que no tienen miedo.
John me abrazó y me dijo "I love you" antes de retornar a Arizona.
Desde luego, se trató de una mera relación afectiva inducida por la inteligencia de dos sujetos de mediana cultura que coincidían en el tiempo y el espacio.
Precisamente ahora que se discute una ley antiinmigrante en Arizona, me acuerdo de sus sabias palabras dichas como una profecía:
"Algún día las estupideses racistas tendrán rostro de ley, y cuando esto ocurra, no habrá persona cuerda en esa sociedad".
Ojalá John esté viviendo esto, donde quiera que se encuentre.
Vale.
martes, 27 de abril de 2010
sábado, 17 de abril de 2010
Casi la muerte
Esta vez estuvo cerca.
Mi amigo el nagual me advirtió que haríamos un ejercicio sumamente peligroso y que de mí dependía acceder o no, ya que, a pesar del riesgo, la experiencia revestiría de una importancia trascendental en mi vida.
La curiosidad casi mata al gato.
Aquella vez nos vimos en una parte alta de la Sierra, donde ya no hay comunidades y dentro de la espesura del bosque, sólo se escuchaba el ruido del agua que nace de un manantial extraordinario que da nacimiento a un río frío y caudaloso que desciende con fuerza de la montaña.
El paisaje por sí mismo es maravilloso, desafortunadamente en esta experiencia mi cámara digital se descompuso, de modo que no pude tomar una sola foto.
El Nagual, como siempre, apareció de repente y me preguntó por enésima vez si quería realizar el ejercicio.
No sé por qué siempre me ha dado una gran confianza y seguridad, de modo que acepté.
Me pidió que me quitara zapatos, calcetines y que me doblara el pantalón para que no se fuera a mojar.
Me introduje al río sobre unas piedras enormes. El agua estaba helada pero quedé maravillado de su pureza y de cómo se podían apreciar miles de piedritas de colores brillantes por efecto de las nubes sobre el agua cristalina, mientras la fuerza arreciaba y parecía a veces que aún en la orillita, me fuera a jalar con furia.
Después de un rato el Nagual me pidió que saliera.
Salí y pensé que el Nagual me subestimaba ya que aquello me pareció realmente simple y nada peligroso.
Nos fuimos caminando hasta un claro en medio del bosque donde me pidió que me sentara y que tuviera confianza sobre cualquier cosa que viera, escuchara o sintiera. Que no me iba a pasar nada.
Me senté sobre un tronco seco y al querer recoger del piso una varita sentí que mis músculos no me obedecían. Traté de mover el otro brazo, pero sentí un dolor terrible. Algo le pasaba a mi musculatura. Todo el cuerpo se me empezó a dormir y no podía moverlo. Hice un esfuerzo por recostarme en el suelo de hojarascas y caí aparatosamente con dolores intensos en todos los músculos del cuerpo. Sentí que me paralizaba. Respiraba con dificultad y no podía ver al Nagual que sin avisarme desapareció como había llegado. Primero imaginé que me picó una víbora por eso no podía moverme y que habría de morir irremediablemente sin la ayuda de mi amigo. Mi cuerpo no respondía y yo quedé resignado por el dolor y la incertidumbre de la soledad en medio de la montaña. Pensé que esto se había salido de control. Que cualquier cosa que me haya picado yo no la sentí y que probablemente mi amigo nunca supo que algo me estaba paralizando el cuerpo.
Miré las nubes que parecían volar a una velocidad impresionante por sobre las copas de los enormes pinos. Podía escuchar mi respiración con dificultad y sentía gruesas gotas de sudor escurrir por todo mi cuerpo.
De pronto, sentí humedad en mis pies, luego en mis rodillas, luego en mi estómago y finalmente en mi cabeza, pero quedé horrorizado de ver que aquello que yo suponía un hormiguero ligero era en realidad el hocico de tres jaguares que me olfateaban de cerca. Quise gritar pero mi garganta no respondía. Cerré los ojos con fuerza y todo mi cuerpo no podía levantarlo, pese a mis intenciones de espantar a aquellas fieras. Parecía que me inspeccionaban con ojo clínico. Nunca podré olvidar los rugidos ligeros que sacaban con regularidad dejando entrever unos colmillos impresionantes. Sus ojos penetrantes, como de personas humanas y la humedad de su hocico y su respiración caliente cerca de mí. Una vez que me contemplaron con curiosidad se echaron a mi alrededor y yo solo esperaba que de un momento a otro me fueran a morder. Del miedo empecé a rezar mentalmente. A pesar de que no podía mover ningún músculo de mi cuerpo intenté vanamente tomar una piedra para espantar a aquellas fieras a las que de pronto dejé de ser interesante, pues como en una composición maravillosa, los rayos del sol se filtraban por entre las copas de los árboles dándole un aspecto de pintura surrealista de ligeras cortinas blancas que se deshacían en resolana sobre el paisaje mientras aquellas extraordinarias fieras contemplaban como hipnotizadas la puesta del sol.
Intenté incorporarme y sentí un dolor espantoso como si me hubieran desprendido los músculos. Pensé que me habían mordido y pude incorporar la cabeza y de pronto, aquellas fieras habían desaparecido sin dejar rastro alguno.
Con mucho dolor me fui incorporando pero las fuerzas me faltaban y mi cuerpo no respondía. Seguía recostado cuando apareció una anciana vestida con un huipil blanco, como si la conociera de siglos sentí un profundo alivio que se inclinara sobre mi cuerpo. Su pelo cano y su nariz aguileña, con unos ojos vivos como de bebé contrastaban con las arrugas de su rostro que debía tener miles de años. Nunca había visto a una mujer tan longeva y al mismo tiempo con movimientos tan juveniles. Me tomó de la nuca cerca de sus rodillas y pronunció unas palabras en zapoteco que no comprendí. En ese preciso momento llegaron a mi mente varias situaciones que me habían estresado en el pasado reciente y que yo siempre imaginé que las habían provocado otros. Pero en ese momento, ví con claridad que el verdadero culpable de ese estres era yo mismo y que al tratar de echarle la culpa a otros estaba no sólo equivocado, sino generando un daño. La anciana balbuceaba en zapoteco mientras gruesas lágrimas escurrían de mis ojos. Sentí que me desahogaba. Luego, me dí en una jícara un té verde verde y caliente caliente que pareciendo que hervía nunca había probado algo tan agradable. Sentí cómo todo mi cuerpo se calentaba de pies a cabeza y empecé a sudar copiosamente. Sólo sentí como si el fuego me consumía todo el cuerpo cuando noté que la mujer aquella ya no estaba a mi lado y mi cuerpo ya no tenía ningún malestar.
No podía creerlo, salté, me agaché, corrí, dí vueltas como loco. Estaba feliz de ya no sentir nada en mi cuerpo y en mi corazón.
Mi amigo el nagual me advirtió que haríamos un ejercicio sumamente peligroso y que de mí dependía acceder o no, ya que, a pesar del riesgo, la experiencia revestiría de una importancia trascendental en mi vida.
La curiosidad casi mata al gato.
Aquella vez nos vimos en una parte alta de la Sierra, donde ya no hay comunidades y dentro de la espesura del bosque, sólo se escuchaba el ruido del agua que nace de un manantial extraordinario que da nacimiento a un río frío y caudaloso que desciende con fuerza de la montaña.
El paisaje por sí mismo es maravilloso, desafortunadamente en esta experiencia mi cámara digital se descompuso, de modo que no pude tomar una sola foto.
El Nagual, como siempre, apareció de repente y me preguntó por enésima vez si quería realizar el ejercicio.
No sé por qué siempre me ha dado una gran confianza y seguridad, de modo que acepté.
Me pidió que me quitara zapatos, calcetines y que me doblara el pantalón para que no se fuera a mojar.
Me introduje al río sobre unas piedras enormes. El agua estaba helada pero quedé maravillado de su pureza y de cómo se podían apreciar miles de piedritas de colores brillantes por efecto de las nubes sobre el agua cristalina, mientras la fuerza arreciaba y parecía a veces que aún en la orillita, me fuera a jalar con furia.
Después de un rato el Nagual me pidió que saliera.
Salí y pensé que el Nagual me subestimaba ya que aquello me pareció realmente simple y nada peligroso.
Nos fuimos caminando hasta un claro en medio del bosque donde me pidió que me sentara y que tuviera confianza sobre cualquier cosa que viera, escuchara o sintiera. Que no me iba a pasar nada.
Me senté sobre un tronco seco y al querer recoger del piso una varita sentí que mis músculos no me obedecían. Traté de mover el otro brazo, pero sentí un dolor terrible. Algo le pasaba a mi musculatura. Todo el cuerpo se me empezó a dormir y no podía moverlo. Hice un esfuerzo por recostarme en el suelo de hojarascas y caí aparatosamente con dolores intensos en todos los músculos del cuerpo. Sentí que me paralizaba. Respiraba con dificultad y no podía ver al Nagual que sin avisarme desapareció como había llegado. Primero imaginé que me picó una víbora por eso no podía moverme y que habría de morir irremediablemente sin la ayuda de mi amigo. Mi cuerpo no respondía y yo quedé resignado por el dolor y la incertidumbre de la soledad en medio de la montaña. Pensé que esto se había salido de control. Que cualquier cosa que me haya picado yo no la sentí y que probablemente mi amigo nunca supo que algo me estaba paralizando el cuerpo.
Miré las nubes que parecían volar a una velocidad impresionante por sobre las copas de los enormes pinos. Podía escuchar mi respiración con dificultad y sentía gruesas gotas de sudor escurrir por todo mi cuerpo.
De pronto, sentí humedad en mis pies, luego en mis rodillas, luego en mi estómago y finalmente en mi cabeza, pero quedé horrorizado de ver que aquello que yo suponía un hormiguero ligero era en realidad el hocico de tres jaguares que me olfateaban de cerca. Quise gritar pero mi garganta no respondía. Cerré los ojos con fuerza y todo mi cuerpo no podía levantarlo, pese a mis intenciones de espantar a aquellas fieras. Parecía que me inspeccionaban con ojo clínico. Nunca podré olvidar los rugidos ligeros que sacaban con regularidad dejando entrever unos colmillos impresionantes. Sus ojos penetrantes, como de personas humanas y la humedad de su hocico y su respiración caliente cerca de mí. Una vez que me contemplaron con curiosidad se echaron a mi alrededor y yo solo esperaba que de un momento a otro me fueran a morder. Del miedo empecé a rezar mentalmente. A pesar de que no podía mover ningún músculo de mi cuerpo intenté vanamente tomar una piedra para espantar a aquellas fieras a las que de pronto dejé de ser interesante, pues como en una composición maravillosa, los rayos del sol se filtraban por entre las copas de los árboles dándole un aspecto de pintura surrealista de ligeras cortinas blancas que se deshacían en resolana sobre el paisaje mientras aquellas extraordinarias fieras contemplaban como hipnotizadas la puesta del sol.
Intenté incorporarme y sentí un dolor espantoso como si me hubieran desprendido los músculos. Pensé que me habían mordido y pude incorporar la cabeza y de pronto, aquellas fieras habían desaparecido sin dejar rastro alguno.
Con mucho dolor me fui incorporando pero las fuerzas me faltaban y mi cuerpo no respondía. Seguía recostado cuando apareció una anciana vestida con un huipil blanco, como si la conociera de siglos sentí un profundo alivio que se inclinara sobre mi cuerpo. Su pelo cano y su nariz aguileña, con unos ojos vivos como de bebé contrastaban con las arrugas de su rostro que debía tener miles de años. Nunca había visto a una mujer tan longeva y al mismo tiempo con movimientos tan juveniles. Me tomó de la nuca cerca de sus rodillas y pronunció unas palabras en zapoteco que no comprendí. En ese preciso momento llegaron a mi mente varias situaciones que me habían estresado en el pasado reciente y que yo siempre imaginé que las habían provocado otros. Pero en ese momento, ví con claridad que el verdadero culpable de ese estres era yo mismo y que al tratar de echarle la culpa a otros estaba no sólo equivocado, sino generando un daño. La anciana balbuceaba en zapoteco mientras gruesas lágrimas escurrían de mis ojos. Sentí que me desahogaba. Luego, me dí en una jícara un té verde verde y caliente caliente que pareciendo que hervía nunca había probado algo tan agradable. Sentí cómo todo mi cuerpo se calentaba de pies a cabeza y empecé a sudar copiosamente. Sólo sentí como si el fuego me consumía todo el cuerpo cuando noté que la mujer aquella ya no estaba a mi lado y mi cuerpo ya no tenía ningún malestar.
No podía creerlo, salté, me agaché, corrí, dí vueltas como loco. Estaba feliz de ya no sentir nada en mi cuerpo y en mi corazón.
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