A la Medusa le bastaba con mirar a los ojos a las personas
para petrificarlas.
Era una forma de matar al organismo, pero al mismo tiempo,
de conservarlo para la posteridad. La corrupción del organismo es vencida y en
su lugar, aparece la piedra perenne. Ser visto por la Medusa es alcanzar la
inmortalidad por la vía de la inmolación, voluntaria o no.
Más allá de la desventura mitológica y visto por el lado
amable, la Medusa podría ser el antecedente más antiguo de la fotografía.
En eso se parecen mucho la Medusa y el acto fotográfico.
Basta con que se ubique un objetivo a través del ojo
ciclópeo de la cámara fotográfica, se le dispare el obturador y todo el
horizonte que abarcó la visión del lente, desde su perspectiva, quede
registrado como una imagen petrificada.
La Medusa pervive en la cámara fotográfica.
Una imagen capturada queda proyectada para la posteridad y a
diferencia de los seres que encontraban el fin en la penetrante mirada de la
Medusa, hoy esos seres, congelados, ganan un poco de tiempo ante el destino
inexorable de la muerte.
La fotografía y más concretamente el retrato, es una forma
de burlar a la muerte, aunque sea por unos instantes, y significa la victoria
simbólica de la vida sobre el tiempo: el retrato se convierte así en la fuente
de la eterna juventud.
Sabemos que un retrato es antiguo principalmente por su
autor, que hizo la toma en tal lugar y en tal fecha, pero ¿y donde no hay autor
y además se carece de referencias precisas de su origen?
Al retrato lo podemos referenciar por su contexto específico
como la moda o, incluso, el propio escenario físico en el que fue tomado.
Un problema común es cuando se desconoce al sujeto del
retrato y además el espacio, en este caso, el fondo de la imagen, carece de referentes
de temporalidad.
Con excepción de las fotos trucadas, que se pueden alterar
con los milagros de la tecnología, el retrato en sí mismo, es una forma de
burlar el tiempo y su hermosa afonía es la alegoría de la imagen.
Ahora mismo, veo la imagen de dos mujeres preadolescentes,
tehuanas, abrazándose sentadas sobre una hamaca en un jacal de carrizo con piso
de tierra. Ellas están peinadas con trenzas a la usanza de las mujeres
indígenas y visten huipiles y largas faldas, por las que asoman los pies descalzos.
Es una imagen común al contexto en que se refiere. Si vas a
Tehuantepec, el cuadro lo puedes encontrar en vivo repetidas veces en los hogares de la
población.
Por eso, cuando ves esa fotografía piensas que bien pudo haber sido tomada ayer o hace unos minutos, pero, por su pie de foto, sabemos que fue tomada en 1901, hace más de cien años.
Lo mismo ocurre con la chica de la blusa blanca y la falda
floreada que posa junto al árbol. Juraría que ese rostro lo he visto hace muy
poco tiempo y que vestía igual, pero la foto fue tomada en 1904, hace mas de
cien años.
Esta es la magia del retrato fotográfico.
Históricamente, el Istmo de Tehuantepec ha sido un espacio
privilegiado para el retrato fotográfico.La policromía de tejidos y la sofisticación de sus
accesorios se integran en el vestido del cuerpo femenino para cubrirlo, para
protegerlo, para adornarlo y para crear un rasgo distintivo de la identidad
local.
Aunque el vestido de las tehuanas― las que son originarias
de Tehuantepec―, se destaca de manera principal en la divulgación de los trajes
del istmo, también existe una profusa producción de vestidos en los municipios
de la zona, en donde se habla del “traje istmeño”, tanto en sus versiones de
gala, como del que se utiliza de manera cotidiana, que no es menos bello.
El retrato adquiere así dimensiones insospechadas: como
memoria general, como documento particular, como registro específico y sobre
todo, como el único instrumento que es capaz de vencer al tiempo y alcanzar la
posteridad.
La medusa sólo ha cambiado de cuerpo.
(Fotos
tomadas de: Carlos Contreras Servín, Imágenes
del Archivo General de la Nación. Grupo documental Colección Fotográfica de
Propiedad Artística y Literaria “Imágenes de indios de México, 1901-1909”,
en el Boletín del Archivo General de la Nación, número 12, México, enero-marzo,
1999.)
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