No es común.
Es decir, los más de tres millones y medio de habitantes del
estado de Oaxaca no tienen como costumbre vender a sus hijas, hermanas o
esposas, aunque de vez en cuando se conozca algún desafortunado caso.
No justifico de ningún modo estos hechos, pero su contexto
es de pobreza extrema.
La semana pasada la prensa nacional dio cuenta de la
resolución judicial por la que se ordena que regrese con sus padres una joven
mujer triqui de Copala, de catorce años de edad que en agosto del 2013 fue
vendida por sus padres a un abogado residente del Distrito Federal y que logró
escapar de su captor (más tarde se supo que el abogado comprador también es originario
de la etnia triqui de Copala y que pese a su formación académica, está tratando
de hacer valer mediante la violencia, la supuesta legalidad de su compra).
La etnia triqui habita principalmente en los municipios de
San Martín Itunyoso y San Andrés Chicahuaxtla—que mantienen una identidad
cultural muy parecida por ser vecinos y una alta migración---, y los triquis de
San Juan Copala.
San Juan Copala está más cerca de Juxtlahuaca y ha sido
escenario de un profundo divisionismo étnico por organizaciones políticas.
Esta mala noticia, sólo incrementa un poco más la deteriorada
imagen de un municipio en el que se han sucedido interminables hechos de
sangre, expulsiones y violencia política---acaso una buena noticia sería la
destacada participación de niños basquetbolistas triquis que están causando
sensación más allá de nuestras fronteras---.
Tradicionalmente la idea de la venta de mujeres en Oaxaca es
un lugar común de la academia que señala este hecho, pero nunca aporta datos
concretos. Hoy, esta información pondrá eufórico a más de uno de los
investigadores sociales, porque hoy hay evidencias con nombre y apellido.
Pero eso no significa que sea la normalidad.
De hecho, con frecuencia se confunde la práctica de la dote
en el matrimonio, que es un uso y costumbre, con la supuesta venta de mujeres.
La dote consiste en la aportación en especie que realiza el
novio a los padres de la novia y que consiste básicamente en granos, leña, bebidas
alcohólicas, prendas de algodón, alimentos y animales para consumo humano, como
una muestra de reconocimiento, respeto y fortalecimiento de la identidad
familiar que se expande.
En la cultura occidental y cristiana, lo más parecido a la
dote consiste en las arras que se depositan en las manos de la novia en la
ceremonia del matrimonio.
Pero no siempre es así, como lo demuestra el lamentable caso
de esa joven triqui.
Las instancias encargadas de la protección de los derechos
humanos y especialmente de las mujeres deben profundizar su actuación
institucional con el apoyo indiscutible de las autoridades municipales.
En algunas ocasiones se ha discutido la eficacia de las
políticas de equidad de género institucionales, que han tenido aciertos y que en
el peor de los casos se ha estancado en una práctica demagógica y carente de un
comprometido acercamiento con la realidad cotidiana de los grupos vulnerables.
Ya se ha dicho muchas veces: ser mujer, pobre e indígena en
un contexto de vulnerabilidad económica y social, debe ser un motivo de
atención gubernamental eficaz.
Eso deseamos.
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