Es una crónica de la
vida real.
Conocí a Miguel Ángel una vez que solicitamos un rotulista para pintar
unos letreros en la fachada de la defensoría de oficio.
Era muy alto, más de unos 180 centímetros, musculoso, trigueño, de nariz
aguileña, barbilla partida en dos, cabello crespo y con cejas y pestañas abundantes.
Podría pasar como un actor o un galán.
A pesar de su presencia imponente, había algo que no cuadraba y que sólo
se evidenciaba cuando él hablaba o se le notaba el antebrazo y las muñecas de
las manos llenas de cicatrices de agujas de jeringas.
Nos lo recomendó un amigo que tiene vínculos con un Centro Religioso de
Rehabilitación para personas con problemas de drogas y alcohol. “El es muy
bueno para rotular y además cobra barato”, nos dijo.
Me llamó la atención la rudeza de su físico, contrastante con su
convicción religiosa.
A sus 40 años, nos contó que la mitad de su vida la había llevado como
alcohólico y drogadicto y ahora, en proceso de reforma, miraba la vida desde
una perspectiva de fe en Dios, que se notaba reiteradamente en su lenguaje,
pues con cualquier pretexto daba gracias a Dios por haberse regenerado.
Efectivamente, realizó un trabajo impecable de rótulos. Tenía talento.
Me imaginé que gracias a su proceso de rehabilitación bien podría dirigir un
taller.
No supe de él hasta pasados seis meses, en que bien vestido, pulcro,
feliz, con su rostro inteligente y bien parecido me buscó en la oficina para
solicitar trabajo para su compañera sentimental.
En sus sesiones de rehabilitación Miguel Ángel conoció a Mari, una joven
mujer de 22 años, que habiendo sido una niña de la calle creció bajo el amparo
del Centro Religioso de Rehabilitación y era madre soltera de dos mujercitas.
Miguel Ángel vivía ya con Mari y ahora la traía porque le estaba buscando
trabajo.
Mari me contó que hacía un par de años que una señora le prestó dinero para
que se atendiera su segunda hija de una enfermedad. Como Mari no pudo pagar la
deuda, por dedicarse a limpiar parabrisas en la glorieta de Viguera, en la
capital de Oaxaca, la señora le quitó a la niña. El DIF le resolvió
favorablemente su asunto, pero ella necesitaba un trabajo con prestaciones para
poder atender a sus niñas.
Planteándole el asunto al director de la institución, éste apoyó para
que ella fuera contratada para el servicio de intendencia. Pero ella jamás
regresó a realizar su trámite de ingreso. Por terceros supimos que carecía de
acta de nacimiento y que la desanimó el tipo de trabajo que se le había
ofrecido.
Como ambos vivían por el rumbo, en varias ocasiones los vi abrazados, caminando
por la calle. “Un final feliz”, pensé.
Sin embargo, un día, sin aviso previo, una sombra furtiva se introdujo a
mi oficina.
Me sorprendió ver a aquel tosco sujeto con la barba crecida y el cabello
largo en mechones tiesos de mugre. Un pantalón de mezclilla que algún tiempo
fue azul y ahora negro por las plastas de suciedad sostenido por un pedazo de
tela que hacía de cinturón.
Cuando entró aquel espanto a mi oficina, rodeado de un hedor insoportable,
me puse en guardia. La verdad, casi grito.
Pero, reconocí el rostro de Miguel Ángel en ese andrajo humano y me
quedé callado y apenado, pero en guardia.
En las manos de Miguel sobre las venas de sus puños se notaban grandes
cicatrices de orificios con manchas de sangre, provocados por constantes pinchazos
de jeringas de cocaína sobre sus venas; la mirada brillante, fija e inexpresiva
con los ojos rojizos, le daban un aspecto de un muerto viviente.
De momento nos quedamos
viendo uno al otro fijamente. Hasta que le dije su nombre con nerviosismo. “¡Miguel!
¿Cómo estás hombre, qué te has hecho?”
Y aquel fantasma jaló
una silla y literalmente se echó sobre mi escritorio llorando y diciendo entre sollozos:
“Se murió… se murió… la atropelló un camión en la glorieta”.
¿Quién se murió
Miguel?, le pregunté, y con sollozos sinceros y dolorosos me contestó: “Mari,
mi vieja. La atropelló un maldito camión cuando ella se resbaló de limpiarle el
parabrisas y una llanta le aplastó la cabeza a la pobrecita, ¡Se murió! ¡Está
muerta! Ayyyyyy!”
Me quedé petrificado
en mi silla. Honestamente la crudeza e intensidad con que lo dijo y el
sentimiento sincero con el que lloraba me afectaron y debo confesar que, sin
darme cuenta, yo tenía de pronto un par de lágrimas en los ojos.
De pronto, la imagen
de las hijas de Mari se me revelaba como un asunto de extrema urgencia. No podía
concebir que Miguel Ángel, habiendo caído nuevamente en el vicio, estuviera en
condiciones de vivir con las criaturas.
Le pregunté, ¿cómo te
puedo ayudar, Miguel? Y él me contestó sollozando: “Ahorita sólo dame un poco
de dinero, lo que sea, lo que tengas, lo necesito realmente”. Sin dudarlo le entregué
algunos billetes de cien pesos. Apenas los vio salir de mi cartera y me los arrebató con avidez y
dándome las gracias se salió de la oficina rápidamente.
No me importó
preguntarle nada más. Era evidente su convicción y con eso era suficiente.
Tratándose del dolor humano, siempre son innecesarias las preguntas.
Pasaron algunos meses y
regresó algún par de veces, cada vez más deteriorado, a pedirme dinero.
En una ocasión salí de
comisión y regresando a la ciudad me detuvo el semáforo de la glorieta de
Viguera. Me imaginé el terrible accidente que le destruyó la cabeza a Mari y estaba
justamente en eso cuando una joven mujer que no dudé en identificar como Mari,
la fallecida pareja de Miguel Ángel, se trepó al cofre de la camioneta,
echándole agua de jabón al parabrisas con una botella de plástico. No cabía
duda. Era Mari. Así que terriblemente asustado grité de terror. Me eché sobre
las rodillas del copiloto que desconcertado gritaba “¿Qué le pasa, por Dios,
dígame qué le pasa?” Mientras la muerta, se asomaba por la ventana. Volteé
hacia ella y se trataba efectivamente de Mari.
Me puse a rezar un
padre nuestro cuando Mari me reconoció y me dijo, “Licenciado, qué le pasa?”
Entonces, eso que me pareció muy real me regresó a la normalidad, le contesté, “¿Mari?
¿Mari, la pareja de Miguel Ángel?” y ella asintió afirmativamente con sus
enormes ojos de sorpresa.
-Discúlpeme Mari, pensé
que estaba enferma y que… bueno, no esperaba encontrarla por aquí.
Entonces,
entrecerrando los ojos me inquirió: “¿No me diga que también a usted le dijo Miguel
Ángel que me atropellaron y que me morí?”
Moví la cabeza
afirmativamente. Y luego ella aseveró, “Me separé de Miguel Ángel porque ya
está loco. Está cada vez muy mal.”
Mi acompañante le extendió
un billete de veinte pesos y bajándose de la camioneta se pasó al volante. Automáticamente
me pasé del lado del copiloto. Ante la insistencia del ruido del claxon de los
automóviles que teníamos atrás me despedí con un gesto del rostro y un saludo
de mano.
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