(Ilustración generada por Bing)
Los templos católicos de Oaxaca siempre han sido un objetivo de la delincuencia.
Además del hurto de arte sacro o documentos de valor histórico, también se han robado los accesorios de oro y plata de las representaciones de santos y vírgenes.
El caso más lamentable sucedió en enero de 1991 cuando desapareció la corona de la virgen de la Soledad, una pieza de oro de 18 kilates con incrustaciones de diamantes y rubíes que a esas fechas estaba valuada en 75 millones de pesos.
Esa magnífica pieza de orfebrería la hicieron artesanos locales con las donaciones en especie y en efectivo de la ciudadanía y también de algunos marinos porque la Virgen de la Soledad, además de ser patrona de los oaxaqueños es también la patrona de los marinos.
A la fecha, este robo permanece impune y poco a poco se está olvidando.
Otro acontecimiento histórico destacado del robo a una iglesia se registró en 1938 en el que es considerado el primer templo católico que fundaron los españoles cuando llegaron a Oaxaca, debido a que ahí, debajo de un guajal se realizó la primera misa en 1521 y posteriormente en 1603 se iniciaron los trabajos de la construcción de la iglesia de San Juan de Dios, que se ubica en la esquina de 20 de Noviembre y Aldama en el corazón de la capital del estado.
Este robo causó una gran sensación entre la población oaxaqueña, no sólo porque los actores fueron dos niños de 12 y 16 años, respectivamente, sino también porque puso en evidencia la corrupción de algunos policías.
En seguida recrearé los acontecimientos a partir de una breve nota de prensa publicada en el Semanario Oaxaca en México del 13 de mayo de 1938. Los nombres de las personas son reales y los hechos se asemejan mucho a como pudieron desarrollarse en aquel momento.
Todo comenzó en el mes de marzo de 1938, cuando se realizó la festividad patronal de San Juan de Dios, que generó una gran cantidad de limosnas en billetes y monedas de plata ley, además de los pagos por servicios religiosos, que guardaba en la sacristía el sacerdote titular del templo Ramón Ramírez de Aguilar.
También había más de 400 “milagros” o figuras en oro y plata que los fieles fijaban en torno a las imágenes religiosas, en agradecimiento por favores recibidos o bien, por los deseos solicitados a los santos y a las vírgenes, porque hay que recordar que esa iglesia dedicada al patrono de los enfermeros, siempre había ayudado a personas indígenas enfermas o de escasos recursos, costeándoles los servicios médicos y los medicamentos, situación que la hacía receptora de generosos donativos continuos de la población en general.
Para el 14 de abril, en la celebración del jueves santo, el tesoro había tenido un ligero incremento por los ingresos generados.
Estas circunstancias fueron estudiadas con atención por David Díaz de 16 años y Félix Hernández, de 12 años, que ingresaban con regularidad al templo para estudiar los movimientos y planear el robo.
De este modo, en la noche del 21 de abril de 1938, antes de que cerraran el templo, David Díaz se escondió en las escaleras de caracol que suben al coro, por lo que no fue visto por el personal de la Iglesia. Por su parte, Félix Hernández se quedó afuera, en la calle, como apoyo ante cualquier eventualidad.
Félix, un niño de doce años, solitario a altas horas de la noche a las afueras del templo llamó la atención del cabo de gendarmería Juan García Torres que hacía sus rondines de vigilancia y pareciéndole extraña su actitud lo abordó y le preguntó que qué hacía ahí. Félix contestó que estaba esperando a un familiar con el que haría un viaje en tren a la ciudad de México. El gendarme García le preguntó que por qué no esperaba a su familiar en la estación del tren, pero Félix le dijo que su familiar había quedado de pasar por él frente a esa iglesia y que como no precisaba la hora, esperaría por ahí hasta que pasaran a recogerlo.
El vigilante nocturno lo dejó en paz, pero quedó insatisfecho y se daba sus vueltas con regularidad por el lugar. Félix se había puesto muy nervioso y miraba con ansiedad hacia la fachada del templo donde se escondía su amigo David.
En el interior De la Iglesia, David se había entumido por estar escondido en cuclillas varias horas sin moverse.
La luz de la luna llena que se filtraba por los ventanales junto con las veladoras encendidas creaban juegos de sombras gigantes y amenazadoras en las paredes del edificio. David se incorporó con sigilo y aunque su corazón palpitaba como un ruidoso tambor en medio del silencio se apresuró a desprender cada uno de los 400 “milagros” de oro y plata que se exhibían en las paredes, guardándolos en una mochila que había preparado para esa ocasión.
De vez en cuando miraba con temor a los rostros de las imágenes religiosas y se imaginaba que le reprochaban su actitud.
Recordó que había visto que las ofrendas y limosnas de los feligreses las ingresaban a la sacristía. Se dirigió ahí y con facilidad abrió la vieja puerta de madera, cuya añeja cerradura solo estaba engarzada por el pasador. Miró en el lugar escasos muebles y una vieja alacena de madera.
Con ansiedad abrió los cajones sin encontrar algo de valor. Pero le llamó la atención un entrepaño cerrado con llave. En el piso encontró un candelabro oxidado al que hacía falta un portacirios, mismo que utilizó como palanca y botó la chapa. Dentro encontró una gran cantidad de billetes y monedas de oro y plata ordenadas y apiladas según su valor, por lo que sin hacer ruido guardó el dinero en la mochila. A valores actuales, más o menos el efectivo sumaba más de 700 mil pesos.
Sudaba a mares y su corazón seguía latiendo sin freno. Se asomó al interior de la nave temiendo encontrar a alguien, pero todo estaba en total quietud.
Las dos hileras de bancas emplazadas en orden y un olor intenso a flores e incienso le ayudaron a tranquilizarse.
Empezaba a despuntar el alba y lo invadía una necesidad imperiosa de abandonar ese lugar. De vez en cuando volteaba hacia el nicho principal de San Juan de Dios, el patrono de los enfermeros, que parecía mirarlo con compasión desde su elevado sitial.
A pesar de que el santo ya le era familiar, como un viejo amigo, al que había conocido por los días de vigilancia, David sintió escalofríos. Se imaginó que San Juan enojado podría bajar y lo reprendería con sermones, si no es que lo agarrara a bastonazos por ese sacrilegio.
David le pidió perdón y le dijo mentalmente "Señor San Juan de Dios, tu iglesia siempre ha ayudado a los enfermos, hoy me toca que me ayudes a mí, pero tú eres tan milagroso que si tú lo deseas este dinero regresará a tí de alguna manera para que sigas dándole la salud a quienes te invocan."
Se persignó y con los nervios a flor de piel se volvió a esconder en las escaleras de caracol. No se dio cuenta en qué momento ni cuánto tiempo se quedó dormido, pero abrió los ojos sobresaltado cuando escuchó el chirriar de la enorme puerta de madera del templo que abrían dos señoras de edad avanzada y el campanero para iniciar los preparativos para la misa de siete.
Eran las 6:30 de la mañana, el campanero se dirigió a la torre para citar a misa. Una de las señoras se dirigió a la sacristía para buscar una escoba, mientras que la de mayor edad empezó a arreglar las flores en el altar.
Fue inevitable que esta señora viera descender de las escaleras del coro a David, que la saludó como si nada con un “Buenos días”. La señora le devolvió el saludo y con extrañeza contempló como se retiraba con rapidez aquel joven salido de la nada.
Cuando Félix vio salir del templo a David sintió un gran alivio, mientras éste le enseñaba la maleta donde se guardaba el botín le gritó: “¡Rápido, hazle la parada a un taxi!”.
Caminaron media cuadra para abordar un taxi frente al mercado 20 de Noviembre, en cuya esquina se desayunaban un tamal, el gendarme Juan García en compañía de su relevo, el policía Venancio Cruz y que previamente habían comentado sobre la actitud sospechosa del jovencito que pasó la noche afuera del templo de San Juan De Dios. Los policías observaron a los jóvenes nerviosos y mirando para todos lados cuando abordaron el taxi que dio vuelta en la calle de las Casas.
En el interior de la Iglesia, la señora que se había introducido a la sacristía en busca de la escoba se dio cuenta de que la alacena donde se guardan las limosnas estaba abierta y vacía y llamó a su compañera, que acudió de inmediato y exclamaron “¡Han robado el templo!”, luego inspeccionaron la nave principal y se percataron de que faltaban todas las piezas de oro y plata de los “milagros”.
De inmediato informaron al padre Ramón Ramírez de Aguilar, que revisó la alacena y también notó la ausencia de los “milagros” y muy molesto les preguntó si habían visto algo fuera de lo normal, a lo que contestó la señora de mayor edad que le pareció extraño que un joven con una maleta bajara del coro.
Salieron corriendo a la calle y en la esquina vieron a los policías en el puesto de tamales y los abordaron y les explicaron que habían robado las limosnas y muchos "milagros" de oro y plata y que sospechaban de un jovencito que salió corriendo del templo.
Los guardianes del orden se miraron mutuamente y el policía Venancio le contestó que los sospechosos abordaron un taxi en dirección a la calle de las Casas, que no se preocupara que ahorita iban a darle alcance a los ladrones.
El gendarme Juan García recordó que el chamaco le había dicho que irían a la estación del tren, así que abordaron otro taxi y se dirigieron hacia ese lugar.
Una bocanada de humo de la máquina principal del ferrocarril junto con un silbido agudo e intenso anunciaba los preparativos de la salida de las 08:00 de la mañana rumbo a México vía la mixteca y Puebla.
Entre el gentío y los costales, canastos, guajolotes y demás mercaderías identificaron a los jóvenes que mantenían una actitud furtiva mirando hacia todos lados y que en cuanto vieron a la policía se rindieron de inmediato.
David trataba de ocultar sin lograrlo, la maleta detrás de sí. Los policías se pararon frente a los jóvenes para evitar que huyeran.
-¿Qué llevas ahí?, preguntó el gendarme.
-Mis cosas personales de viaje, contestó David.
-¡Mis cojones, qué! A ver, dame la maleta.
Como David se resistiera, se la arrebató y la inspeccionó dando un silbido.
- ¿De dónde sacaron esto?
-Me la encontré, dijo David.
-Con que te la encontraste, ¿no? Entonces no es tuyo.
David guardó silencio.
El policía Venancio, de estatura pequeña y al que le quedaba muy grande el traje de policía, asomó sus cortos dedos fuera de la manga y dijo a los jóvenes, “los vamos a remitir a la comandancia para que sean procesados por el delito de robo y de ahí se van a la cárcel en donde les van a pasar cosas muy feas”.
El sargento entrecerró los ojos y les preguntó si tenían familia. Félix contestó que sí, pero que no vivían con ellos porque hacía meses que se habían escapado de sus casas.
“Miren mocosos--continúo el sargento--- la cárcel es un infierno del que no saldrán vivos. Pero hay una manera de evitar que los encierren, si se largan de Oaxaca y no regresan. Nosotros devolveremos lo robado porque el Presbítero ya denunció el robo y aunque se regresen estos bienes, si ustedes permanecen en Oaxaca serán detenidos y condenados a pasar el resto de su vida en prisión. Por eso mejor váyanse lejos y no regresen nunca, les estamos ofreciendo su libertad.
David preguntó: “¿Y no nos va a dar nada?”, señalando la maleta.
El sargento le espetó: “No seas cínico. ¿Cómo te vamos a dar algo que robaste y que no es tuyo? ¿Quieres que Diosito te castigue por malo? Pero a ver, yo veo que están colaborando al regresar lo robado y justo es darles su libertad y una compensación aunque mínima, pero les será suficiente para llegar a México.” De su cartera les entregó un billete de 50 pesos a cada uno.
Sólo una cosa-enfatizó el sargento García- no regresen a Oaxaca porque no nos haremos responsables de que los encierren en la cárcel por el grave delito por el que serán acusados y no comenten nada de esto para que no se expongan. ¿Entendido?”
Los jóvenes asintieron con la cabeza con resignación pero sintiéndose libres y una vez que se alejaron los policías se sentaron a esperar la salida del tren a la capital del país, maldiciendo la aparición de esos impertinentes policías. "Hasta crees que van a devolver el dinero", comentó Félix.
Mientras regresaban al centro de la ciudad, el sargento Juan García se dirigió al policía Venancio Cruz: “Mire paisano, nuestro trabajo es muy injusto. Nosotros somos como los perros de rancho que cuando hay fiesta nos amarran y cuando hay pleito nos sueltan. Tenemos un sueldo miserable y estamos expuestos a enfrentar a criminales peligrosos, como ese par de seres malignos que se atrevieron a robar una iglesia que es tanto como robarle a Dios, pero ya acá en corto, una cosa le digo, nadie se ha dado cuenta que recuperamos el dinero. ¿Qué le parece si nos vamos a la mitad con el botín y decimos que los sospechosos se dieron a la fuga con lo robado?
El policía Venancio aceptó de inmediato: “Usted sí que sabe mi sargento. Apruebo su iniciativa”. Entonces se dirigieron a un local de comida por las calles del Ex Marquesado, en donde discretamente se repartieron el dinero y los objetos de oro y plata.
“Vea la manera de guarda eso y en una hora nos vemos con el cura de San Juan de Dios para darle nuestro pésame, ¡Ja, ja, ja!” --Dijo el Sargento
Lo que nunca supuso el gendarme Juan García Torres es que el presbítero de esa iglesia estaba tan molesto por el robo, que mientras los policías buscaban a los sospechosos, él ya se había entrevistado con el obispo, a su vez, el obispo tuvo comunicación con el gobernador, el gobernador con el presidente municipal y el presidente municipal con el capitán de la policía citadina, por lo que afuera del templo de San Juan de Dios ya se encontraban varias patrullas y el mismísimo coronel Fernando Sastré, inspector implacable de las fuerzas de seguridad en la ciudad capital, que ya había realizado una reconstrucción de hechos y que había recibido la orden del gobernador para resolver ese caso.
“Sin novedad, mi coronel. No hay rastro de los sospechosos”, dijo el gendarme García.
- ¿Sospechosos? ¿No era un adolescente nada más?, preguntó el coronel.
-Eran dos niños, contestó el policía Venancio Cruz.
-¿Dos niños? ¿Y por dónde los persiguieron?
-Bueno, como vimos que abordaron un taxi con rumbo del Río Atoyac, suponemos que huyeron por la parte norte de la ciudad, pero no pudimos localizar nada.
-O tal vez en la estación del ferrocarril, dijo el policía Venancio.
El coronel Sastré miró con interés a los dos guardianes y les preguntó, ¿vieron por dónde se escaparon? ¿Sí o no?
El gendarme García contestó que no y al mismo tiempo el policía Venancio contestó que sí.
Una sonrisa irónica se dibujó en el rostro del coronel ante esas respuestas contradictorias que de inmediato le inspiraron una solución rápida del aquel misterio. Así que llamó por separado a cada policía y los cuestionó.
Después de un rato ordenó que se telegrafiara a las estaciones por donde estaría el tren que salió de la Ciudad de Oaxaca a las 08:00 de la mañana para bajar a dos niños con tales características que iban huyendo de la Ley.
Correspondió a la policía distrital de Cuicatlán coordinarse con las autoridades de Valerio Trujano para alcanzar al tren en la estación de Tomellín, en donde los mozalbetes fueron detenidos y llevados en automóvil de regreso a la Ciudad de Oaxaca.
Al día siguiente los niños fueron interrogados por el coronel Sastré, quien escuchó toda la historia de viva voz y de inmediato se ordenó la aprehensión del sargento García y del policía Venancio, quienes regresaron el botín al Presbítero del Templo de San Juan de Dios y ambos fueron enjuiciados y denigrados en público por su mala actuación. En tanto que los niños David Díaz y Félix Hernández fueron puestos en libertad.
Apenas pisaron la calle, David le dijo a Félix, vamos a la iglesia de San Juan de Dios. Félix abrió los ojos de manera desmesurada preguntando "¿Estás loco?" pero David le dijo: tengo que agradecerle a San Juan De Dios por el milagro que no nos mandaron a la cárcel; además, él recuperó el dinero para seguir apoyando a sus enfermos y nosotros podemos trabajar para hacer dinero, acuérdate que yo conozco el oficio de la alfarería."
Durante mucho tiempo esa noticia estuvo en boca de la comunidad oaxaqueña, como un acto increíble y audaz de dos niños que cometieron el sacrilegio de robar a la iglesia de San Juan de Dios y al mismo tiempo evidenciar la proverbial corrupción de algunos policías.